Impresionismo
El Impresionismo, nacido en París entre 1860 y 1870 dentro de la pintura, es también una reacción contra el pasado, pero más rotunda, por lo que enlaza directamente con el siglo XX. El punto de partida es la convicción de que el arte tradicional no es fiable por utilizar medios muy poco naturales. Hasta entonces, los pintores habían trabajado dentro del estudio, donde conseguían el volumen con transiciones graduales de la luz a la sombra. Ahora se rechaza este modo de actuar, pues al aire libre vemos contrastes violentos de luces y sombras, lo iluminado brilla más y la oscuridad nunca es uniforme porque en ella incide la luz que se refleja sobre los objetos de alrededor.
Eugène y su hija en Bougival, Berthe Morisot (Musée d´Orsay)
Como ya hacen antes Courbet y Millet, los impresionistas sólo confían en lo que sus ojos
ven y no en las reglas académicas. También se dejan influir por el pensamiento positivista,
en el sentido de que el conocimiento tiene que fundarse en lo que percibimos, por lo que
sólo atienden a lo que encuentran en su campo visual cuando están pintando. Por ello, y a
diferencia del Realismo, su aportación excede lo iconográfico, pues ofrecen una nueva técnica pictórica que se basa en un concepto diferente de lo real: lo que el ojo ve son puntos de
color llenos de luz y de atmósfera, elementos cambiantes que motivan el aspecto fugitivo de
las formas.
Casas del Parlamento a la atardecer, 1900-1901, Claude Monet, Museo de Brooklyn, Nueva York.
Son ellos los que por vez primera salen del estudio para pintar al aire libre sus
impresiones inmediatas con la mayor fidelidad posible, pues lo único que buscan es captar
lo momentáneo y lo cambiante. De ahí que su pintura sea muy rápida y sin retoques, con pinceladas como manchas que prescinden tanto del dibujo como de un acabado uniforme como
hasta ahora se había estimado conveniente. El resultado enfada mucho al principio al público, pues todo el cuadro parece un boceto, algo que otros pintores antes, como Constable,
Corot o los de la Escuela de Barbizon, habían empezado a experimentar, pero sólo a modo
de estudios preliminares que llevaban más tarde a la obra definitiva. Ahora, en cambio, ésta
se presenta en su totalidad como algo indeterminado, porque se trata de no perder la inmediatez de la primera impresión visual.
Tratantes de esclavos arrojando por la borda a muertos y moribundos-Tifón inminente, 1840, J.M.W. Turner, (Museo de Bellas Artes, Boston, Inglaterra)
Eugéne Chevreul |
Por ejemplo, si se quiere pintar un morado se yuxtaponen una pincelada de rojo y otra de
azul. Toda la base del colorido impresionista está formada por primarios y binarios, lo que
explica su luminosidad y la ausencia del negro, que se sustituye por tonos fríos para las sombras. Como lo que interesa es retener la luz y la atmósfera a través del color, el asunto es mera
excusa, pues el artista lleva al lienzo simplemente lo que tiene delante, ya sean paisajes,
ambientes urbanos o interiores. Este apego a lo insignificante, sin ningún atisbo social a diferencia del Realismo, molestó también bastante a los críticos, aunque ya antes pintores como
Constable y Turner descubrieron que la luz y el aire son más importantes que el tema.
Paisaje nevado, 1875. Auguste Renoir, (Museo de l’Orangerie, París)
Como ahora el cuadro es un mosaico de manchas coloreadas surge un nuevo espacio pictórico, que carece de profundidad y de volumen, al tiempo que incorpora encuadres diferentes que, derivados tanto de la fotografía como de la estampa japonesa, rompen con lo
establecido. La fotografía proporciona puntos de vista inesperados e inaccesibles para el ojo
humano, razón por la que muchos pintores se sirven de ella, aunque con diferentes objetivo mientras el fotógrafo aspira al máximo detalle el pintor impresionista desea lo inacabado.
Por su parte, los grabados japoneses son xilografías que, desde el siglo XVIII, reemplazan
los temas orientales por otros populares que se salen de lo acostumbrado y abandonan su
representación convencional. Despreciados por estos motivos en su lugar de origen, tienen
gran acogida en Europa, en donde están al alcance de cualquiera cuando llegan a mediados
del siglo XIX, una vez que Japón entabla relaciones comerciales con el exterior. No es la primera vez que los artistas occidentales miran a Oriente para inspirarse, pues ya en el siglo
XVIII, dentro del Rococó, se fomentan las chinerías en busca de lo fantástico y de lo exótico.
Ahora, en cambio, el móvil es formal, pues lo que realmente impacta es el ángulo japonés,
una vista oblicua desde arriba con el horizonte en la parte superior del cuadro, que elimina
la corporeidad de las figuras y permite mostrar aspectos insólitos y espontáneos que, en definitiva, se valoran por venir de una tradición que ha quedado a salvo del academicismo.
La japonesa, 1876, Claude Monet, (Museum of Fine Arts, Boston, Estados Unidos)
En definitiva, la nueva técnica impresionista culmina el mismo objetivo apuntado por el
Renacimiento: representar la realidad lo más fielmente posible. Los artistas italianos lograron reproducir científicamente el mundo visible con la perspectiva lineal a partir del siglo
XV y con la perspectiva aérea desde el siglo XVI, con figuras en el primer caso muy rígidas
y en el segundo más naturales. Sin embargo, los impresionistas logran una apariencia plenamente visual en su lucha contra lo académico, que es análoga a la que emprenden los
ingenieros con la nueva arquitectura en hierro.

Con estas inquietudes y ante el rechazo oficial, organizan en 1874 una exposición de artistas independientes en el estudio del fotógrafo Nadar, donde un crítico acuña despectivamente el término Impresionismo al referirse a
unos pintores para los que una simple impresión justifica un cuadro que no sigue las normas oficiales. Con esta repulsa inicial, los impresionistas no quieren pertenecer al Salón de
los Rechazados en París, donde se muestran las obras no aceptadas por el Salón oficial. Esta
solución, ideada por el emperador Napoleón III en 1863 ante las protestas del gran número
de artistas recusado en ese momento, se mantiene vigente desde 1867 a 1886.
La iniciativa
impresionista es, por tanto, novedosa, pues renuncia al reconocimiento estatal, que garantiza la fama y el éxito comercial, a favor de ceder las obras a los marchantes que, a partir ya
de la década de 1860, organizan exposiciones de grupo e individuales de pintores jóvenes.
Sin embargo, muy pronto el Impresionismo es aceptado por la mayoría y conoce el triunfo,
por lo que en el futuro queda como modelo para otros movimientos que pretenden rebelarse con lo anterior.
Por tanto, sus formas se conciben como zonas planas
de color en donde la luz, que lo penetra todo, no se distingue de la sombra, pues ésta no
es más que una mancha coloreada que se yuxtapone a las otras (El pífano).
Al mismo tiempo, los asuntos son a veces muy atrevidos (Olimpia) e incluso incongruentes (El almuerzo
en la hierba), con lo que manifiesta su desdén por el carácter narrativo de la obra de arte y,
de este modo, provoca el escándalo entre la opinión pública. En esto consiste, según Manet,
ser de su propia época y no, como hacen Millet o Courbet, en dejar constancia de los sucesos y gentes de su tiempo.
Olympia, 1863, Édouard Manet, (Museé de Orsay)
Aunque Manet no aceptó ser incluido entre los impresionistas, los criterios que él aplica
al cuadro figurativo son trasladados por Claude Monet (1840-1926) al paisaje. Con dificultades al principio para que sus cuadros sean admitidos oficialmente, poco antes del estallido
de la guerra franco-prusiana viaja a Londres (1870-1871), donde estudia las obras de Turner
y Constable. A partir de aquí, y de vuelta a Francia, se instala en Argenteuil, rica ciudad
industrial a orillas del Sena, donde comienza su etapa completamente impresionista, en la
que pinta muchas vistas fluviales desde su famoso estudio flotante.
Monet en su estudio flotante, 1874, Édouard Manet, (Neue Pinakothek, Munich)
Se trata de un pequeño
barco equipado como taller para observar directamente los cambios que la luz produce en el
agua. Así inicia un nuevo modo de pintar que consiste en abandonar el estudio y en situarse
delante del natural, lo que es aplaudido por el mismo Manet y seguido por el resto de sus
compañeros. Tras participar en la primera exposición independiente del grupo en 1874
(Impresión: sol naciente), Monet se traslada primero a Vétheuil y luego a Poissy, para finalmente
dedicarse a viajar hasta que fija su última residencia en Giverny (Nenúfares).
Impresión, sol naciente, 1873. Claude Monet, (Museo Marmottan, París)
La gran aportación de Monet es captar la sensación visual en el paisaje, fundamentalmente acuático, dando todo el protagonismo a lo efímero y a lo fluido, pero incorporando
también elementos propios del ambiente industrial como el ferrocarril y los puentes (La estación de San Lázaro).
La estación de Saint-Lazaré, 1877, Claude Monet, (Musée d´Orsay, París)
En sus obras desaparecen los perfiles, pues todo se realiza a partir del
color, ya que delante de la naturaleza lo primero que captamos no son las formas de una
montaña, de un cielo o de un árbol, sino trocitos coloreados. Esto es lo que él pinta, pues
quiere ser lo más fiel posible a lo que ve. Por ello rechaza también la profundidad, de manera que dispone un punto de vista alto que no sólo elimina el primer término sino también
incluso el último. Como lo único que le interesa son las variaciones atmosféricas, las llega
a estudiar como un proceso temporal, lo que da lugar a series, que él denomina “instantáneas”. En éstas el mismo tema se concibe en momentos diferentes del día y del año bajo
condiciones climáticas diversas (Catedral de Ruan).
De este modo, entre todos los impresionistas -y también entre todos los pintores que le preceden y le siguen– Monet destaca por
su gran capacidad para captar las gradaciones cromáticas más sutiles que transmiten las
variaciones de luz.
Sus criterios son seguidos por Pierre Auguste Renoir (1841-1919), quien los aplica a la figura humana y no al paisaje (Le Moulin de la Galette). Además, después de pertenecer al Impresionismo es el primero en abandonar en 1878 sus exposiciones para probar suerte en los salones
oficiales. Esto sucede sobre todo tras su viaje a Italia en 1881, que le impulsa a seguir el camino
de lo bello marcado por Ingres y por Rafael, camino frente al cual el resto de sus compañeros se
muestra indiferente o contrario (Grandes bañistas).
Sin embargo, Edgar Degas (1834-1917), que
pertenece a la generación de Manet y apoya la mayor parte de sus objetivos, se mantiene un tanto
apartado del grupo impresionista. Aunque expone con ellos y comparte la falta de sentimiento y
el sentido de la actualidad, sus inquietudes son otras. No le interesa el paisaje sino la vida urbana, con situaciones humanas que suelen pasar inadvertidas. Además, sustituye la pintura al aire
libre por la del taller y, en lugar de la sensación visual, a él le preocupa más el pasado, lo que le
lleva a fijarse en los grandes maestros. Por eso, frente al absoluto triunfo del color por parte de
sus compañeros, él devuelve al dibujo la importancia perdida, teniendo como referencia a Ingres,
con lo que concilia dos dominios que hasta ahora parecían incompatibles: lo académico y lo
impresionista.
Con el dibujo retoma también el cuerpo humano, del que le importa sobre todo
el movimiento, pues capta todas las actitudes, incluidos los escorzos más complicados y desde
todos los puntos de vista. Con un gesto rápido parece atrapar algo de la realidad que se vive a
través de formas dinámicas que, sin perder su solidez, ofrecen aspectos muy casuales y se ven
desde los ángulos más inauditos. Por eso, en lugar de la naturaleza le atrae lo artificial, como
pueden ser los ambientes nocturnos tanto en calles, cafés o locales de espectáculos.
Café-concierto en el Ambassadeurs, c. 1876. Edgar Degas, (Museo de Bellas Artes, Lyon)
Las mismas inquietudes escultóricas de Degas se encuentran y culminan en Auguste
Rodin (1840-1917), quien, como los impresionistas, adopta la naturaleza como punto de partida. Por esta razón, a veces se le ha considerado como la manifestación escultórica de la pintura del Impresionismo. Sin embargo, Rodin va más allá, pues a partir de la realidad que se
percibe él saca los estados anímicos del hombre, que a finales del siglo XIX se sumen en el
pesimismo, en la desesperación y en la ansiedad.
Estos sentimientos, que entroncan, por
ejemplo, con Van Gogh, le llevan a crear un mundo de imágenes atormentadas que le convierten más bien en el último representante de la tradición, que recoge al asumir la herencia
de Miguel Ángel. La lección de éste le anima a desechar los principios académicos y a introducir un método de trabajo no habitual. Permite que sus modelos caminen vestidos o desnudos libremente por el estudio. Cuando realizan un movimiento que le interesa, les pide que
se detengan para que él pueda preparar con el barro el boceto. Este modelo en barro es
importante como apunte rápido que apresa lo que se mueve, por lo que considera todas las
facetas en el cuerpo humano y así obliga al espectador a conectar unas vistas con otros.
Además del movimiento, a Rodin le interesa la profundidad, que para él consiste en que
las figuras nazcan desde su propia masa, surgiendo de dentro afuera, lo que provoca el inacabado deliberado de algunas partes. Es lo contrario al procedimiento académico, que las trata
como bajorrelieves, lo que explica que Rodin rechace el único punto de vista y, con él, la
postura estática del espectador. Para ello estudia la luz en función del emplazamiento de la
obra, haciéndola incidir en las superficies rugosas y chocando con los perfiles sobresalientes,
por lo que se generan profundas sombras (Las Puertas del Infierno). Así Rodin amontona las
figuras hasta llegar a disolverlas, de manera que sólo adoptan la posición que determina la
pasión que las domina y cada uno de sus músculos refleja el impulso del alma, con contorsiones muy rebuscadas en las que lo esencial no es la apariencia superficial sino la vida interior (El pensador).
El pensador, 1882, Auguste Rodin, (Museo Rodin, París, Francia)
Con todo ello, Rodin ofrece un nuevo concepto de estatua, que, por la
tensión acumulada, parece romperse en diversos trozos que, al mismo tiempo, pasan de lo
sólido a lo líquido de modo repentino (Balzac).
Su interés ya no es copiar directamente la realidad como en el pasado, aunque está unido a éste en cierto modo tanto por la técnica como
por su afán de dar a la ciudad monumentos modernos (Los ciudadanos de Calais).
Dicha información expuesta corresponde a "Manual Básico de Historia del Arte" de María del Pilar de la Peña Gómez.
Recursos:
Powerpoint clase: https://docs.google.com/presentation/d/1Rhm0-xG_QmpJxYUbR9mYTxwpgsPRCEKJ/edit?usp=sharing&ouid=109928290780425304123&rtpof=true&sd=true
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